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miércoles, 19 de junio de 2013

Amor cortés

Un joven camina bajo una leve lluvia. Viste un jubón azul, con chorreras, herreruelo negro con la capucha echada, unos calzones rojos y botas negras altas. Camina rápido por las desgastadas calles empedradas. El continuo suave chispeo de la lluvia marca su ritmo de pasos. De repente se para. Escucha atentamente entre la llovizna unas notas de órgano que se distinguen. El joven alza la cabeza. Se moja la cara, pero no le importa. Vuelve la cabeza y se dirige apresuradamente al origen de tan dulce melodía. Rastrea el sonido en cada callejón esquivando las cañerías para no emborronar tales suaves notas. Casi ha llegado al centro de la música. Se para en seco. Paso tras paso va acercándose a una casa noble. Apoya sus manos contra la verja de entrada. Mientras oye la calidez  de los tonos, observa el patio que ante él se abre. Una fuente en el centro, rodeada de arbustos y flores cubiertas por el rocío, borbotea agua. Este alza su mirada a una ventana en lo alto. Por las cortinas translúcidas puede entrever las manos de una chica que pulsa las teclas del órgano. La muchacha se inclina sobre este y deja apreciar sus rizos castaños, largos, y brillantes como el Sol. El joven se queda apoyado en la verja, pasmado, absorto por la belleza de la melodía y de las jóvenes y blancas manos que vislumbra entre su somnolencia. Cierra lo ojos y, por unos instantes, olvida que su cabellera hecha de caracoles se está mojando. Entonces la música que haría llorar de vergüenza al mismísimo Bach se para. El joven, aún con modorra, permanece con los ojos cerrados disfrutando de la silenciosa música que no quiere irse de sus oídos. Oyóse la ventana abrir y se prepara para esconderse, pero es tarde cuando se percata de que, quien la observa desde la ventana, es la misma muchacha que tocaba. Por unos instantes la chica mira al joven, y este a ella, creando un ambiente para las débiles gotas que parecen no dejar de caer.
-¿Quién me vigila desde la verja? -Preguntó entonces la chiquilla como pájaro que come de la mano de un extraño.
-Solo un cortés oyente aletargado por su música, a pesar del frío. -Responde el joven, no queriendo parecer menos de lo que es.
-A juzgar por sus vestiduras, un cortesano diría yo.
-Un modesto cortesano, si me permite la impertinencia.
-Solo ensayaba un sencilla pieza, espero no haberle estropeado el paseo.
-Al contrario, bella damisela. Sus acordes me han salvado de aqueste frío que calaba mi alma.
-Me halaga enormemente. A no mucho preguntar ¿quiénes sois?
-Juan José de Contreras, hijo de Pablo de Contreras, conde de Alcudia.
-Veo pués que vuestra honra es dichosa.
-Dichosa es, blanca doncella. ¿Podría vuestra merced, pues, aclararme su nombre ya que yo he cedido el mío?
-Lucrecia de Santillana, hija de Gonzalo de Santillana, mercader de Nueva España.
El joven entonces se sorprendió al estar hablando con una doncella noble, de tan iluminada apariencia e interior tan puro y casto.
-¿Puedo ofrecerle el calor del hogar? No quiero verle más bajo aquesta lluvia.
-Me halaga su hospitalidad. Con gusto acepto su oferta.
Ya en el interior, arropado con las brasas que chisporroteaban en el hogar, al joven le entró pánico por la situación, ya que quizá los demás residentes de esa casa no aceptaran la visita de un extraño.
-No debiera mi persona estar aquí.
-¿Por qué decís vos eso?
-Vuestra honra quedaría desaprobada si vuestro señor padre viera a su hija al lado de un desconocido mozo.
-Mi señor padre mercadea en las Indias, quedan meses para su llegada.
-¿Y no puede algún sirviente descubrirme desprovisto de escondite?
-Se lo ruego, aguarde hasta que sus ropas se sequen. Los sirvientes duermen.
-Que me doble una campana si alguien dudara de vuestra castidad-. ¿O es que por ventura me  esperabais?
-Si vuestra merced lo desea... podéis marcharos.
-Fue un honor que me ofreciera su hogar, se lo agradezco.
Con un movimiento de cabeza el joven se despidió de la muchacha, y esta cerró las puertas tras él, apoyándose en estas con esbozo triste y desolador. El joven cruzó cabizbajo el jardín que por él se cierne, y empezó a recorrer de nuevo las calles bajo una lluvia azotadora. Al paso que iba pisando los charcos se decía para sí:
-Que este recuerdo se grabe a hierro vivo en mi mente, y que su tez fina y delicada haga sus delicias cuando rebose de maravillas, pues mucho a mi pesar este hidalgo poco puede hacer por tan pura dama. Que mi corazón arda y se derrita de furia, que este cuerpo no irá a servirlo ni en esta vida, ni en la otra. Ya está, que mi boca se quede muda. Mientras esto ocurría, la doncella a la par también hablaba sus pensamientos:
-Viviré la eternidad si hace falta, pero ni en los cielos hallaré un mayor bien de mi ser. Esta alma enferma vuelve descansada a su remanso, que no espera purgatorio que la quiera para poderla asegurar. Mas prefiero tumbarme a esperar al Señor de las sombras antes que borrar la imagen de tal caballero que un día me despertó. Ya está, que mi boca se quede muda.

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